miércoles, 13 de abril de 2011

LOS COLORES DEL VINO



Si pensamos en la pintura y el vino es probable que inmediatamente venga a nosotros el recuerdo del maravilloso Baco de Caravaggio o de Los Borrachos de Velázquez. Por entonces habremos empezado a sentir que vino y pintura han estado siempre relacionados. Pero luego acuden otras imágenes del sueño colectivo de la cultura para reafirmar nuestra intuición y aparecen los banquetes barrocos del barroco Frans Hals y los bodegones de los españoles Ribera y Murillo celebrando eternamente la unión de vino y arte.

Al todavía cercano siglo veinte pertenecen las modestas botellitas de Morandi, claro que difícilmente estas estén llenas de bebidas espirituosas, quizás contengan en su lugar el brebaje que inspira la sabiduría.

Entre nuestros pintores ¿cómo es posible imaginar el taller de Victorica o de Spilimbergo sin el destello cristalino de una botella que sabe mitigar con su sopor la soledad o la distancia y que invita al descanso de los nervios después de una jornada de esfuerzo por subir un peldaño más en la lucha solitaria del que crea?

Si imaginamos que el arte es una quimera inventada por el hombre para escapar de su destino material y jugar por un rato a ser un dios; si la trivialidad de la existencia encontrara a través del juego de las formas una salida, una evasión, veremos que arte y vino se parecen en sus efectos.

Permitámonos entonces el tan merecido goce de transitar entre estas barricas con los ojos entornados como si volviéramos de un sueño antiguo, aunque más no sea para recordar que nosotros, pobres hombres sedientos de infinito, “estamos hechos de la misma materia que los sueños”[1].


                                                       Pablo Izurieta